2002

En cada rostro

En cada rostro

Voy a dar un paseo, como todos los días, en dirección a la plaza. Me siento en un banco de madera rugosa, gastada por la lluvia, justo debajo de la sombra de un árbol que desconozco su especie, de tronco amplio, tan extenso que la longitud de mis brazos no alcanza a darle un abrazo completo, como esos que me gusta que me den, los llamo «los cobijadores». Hay sobre él un papel con un anuncio de un gato perdido, a quien sus dueños buscan desde hace más de una semana; les pasa como a mí, con la diferencia que yo tengo más de una semana, aunque yo no busco, precisamente a un gato.

Alrededor de la plaza hay muchos árboles y detrás de ellos majestuosas casas, protegidas por ellos. Los árboles son altos, repletos de flores blancas, parece que fueron plantados hace muchos años. Bancos vacíos pueblan la plaza, nadie más se sienta junto a mí, me siento sola, muy sola. Cierro los ojos y me imagino estando con él; quiero recordar las veces que estuvimos aquí los dos juntos, agarrados de la mano y sintiéndonos cobijados el uno en el otro. Me llevo las manos a la cara, no puedo contener las lágrimas.

Hay un edificio en remodelación, se oyen caer cabillas y escombros. Me sobresalto, salgo de mi ensimismamiento, siento que mis manos tiemblan y con la cabeza gacha seco mis mejillas. Pasa un hombre delante de mí, de cara ovalada, con pantalones tipo bermuda, color marrón, balancea el cuerpo y camina en salticos; me mira y sigue su camino. Oigo voces que llaman mi atención. Alguien se ríe escandalosamente, levanto la vista y veo que es el mismo señor que acababa de pasar a mi lado, habla por teléfono, se da cuenta que lo miro y, en este preciso momento, bajo la mirada y disimulo al quitarme un sucio de mi zapato izquierdo. Me siento inquieta, mi corazón se acelera.

Alguien se acerca y es el señor de los bermudas que camina hacia mí, mientras se prepara un cigarrillo. Me sonríe y en su sonrisa descubro algo que me inquieta. En un instante ya lo tengo a mi lado, se sienta al otro extremo del banco. Me busca conversación, de mi boca quiere salir un «Hola», pero no, emite un “¡oh! “. Creí que era otra persona, me tapo la boca con la mano, me levanto y camino con paso ligero para disimular mi sobresalto, a una cuadra comienzo a correr. Llego a casa, de los nervios no puedo abrir la puerta. Lo logro, me voy al cuarto de baño, me desnudo, mi ropa está empapada de sudor, mi corazón palpita inquieto, casi violento, abro el agua helada y dejo que deslice por mi cuerpo, esta me relaja y mis lágrimas brotan y, con ellas, tu rostro y tu cuerpo desvanecen.

Desde hace mucho tiempo me sucede que te busco y te confundo con otra persona, con quien creo que tiene tu sonrisa, tus ojos grandes y azules, tus bigotes gruesos, tu olor de agua de colonia, tus manos pequeñas y bien cuidadas, tus pies gorditos y limpiecitos. Y por ello, me dejo llevar por mis recuerdos y les dedico a mis fantasmas una mirada de soslayo, creyendo haberte reconocido, pero siempre me equivoco. Ellos casi siempre se dan cuenta de lo qué me pasa, se nota en mi palidez, en mi postura, en mis hombros caídos. Al menos eso creo adivinar. Desde que ya no estás a mi lado todo el mundo perfila mí sentir, lo llevo dibujado en mi rostro, no lo puedo evitar.