2003
La platabanda
Érase una vez una niña, que tuvo la dicha de crecer junto a dos hermanos varones; uno, un año mayor que ella y el otro, un año menor. Ella siempre quiso ser como ellos: juguetona, aventurera, arriesgada, ladrona, policía, beisbolista, rescatada y, sobre todo, soñadora. Por eso, pasó mucho tiempo tratando de convencer a sus hermanos de que la ayudaran a subirse a la platabanda.
Montarse en la platabanda de la casa era una aventura perfecta para varones, las niñas lo tenían prohibido. Ella siempre observaba a sus hermanos desde abajo, mientras ellos subían como héroes y alcanzaban la cima de una montaña sin temer a nada ni a nadie; le parecía una hazaña espeluznante y peligrosa, no, por ello, imposible de lograr. Esa montaña, de pared vertical y plana, era la fachada frontal de la casa, ubicada a nivel del salón principal, la cual disponía de una ventana con reja de barrotes metálicos, que asemejaba a una escalera vertical y sin peldaños. Esa reja era la que la ayudaría a subir hasta la cima y vivir las aventuras nunca vistas, pero sí narradas por sus hermanos.
Esta niña, de quien les hablé arriba, por querer ella ser como sus hermanos, estuvo adulándoles por mucho tiempo, hasta que ellos tuvieron que ceder a sus encantos. Sin embargo, se estarían buscando un disgusto con mamá si esta los descubriera en el acto.
Había que ir subiendo de a poco, primero una mano, agarrar uno de los barrotes de la reja, luego la otra mano, después, dar un impulso para subir una pierna; mientras una de las manos se movía hacia arriba, se podía subir la otra pierna y, así, ir intercalando manos y piernas. Eran como unos cinco a seis pasos hasta llegar a la primera parte; la cual era la pared del vecino y servía de descanso para seguir hacia la segunda etapa. Esta era lo más difícil porque había que agarrarse de unos ladrillos y tomar un impulso tremendo para saltar al otro lado de una pared enladrillada de unos cincuenta centímetros de altura; de esta forma se lograba el objetivo y se podía respirar profunda y tranquilamente. Después de esto, ya se podía decir que se estaba a salvo en las llanuras de la platabanda.
Esa primera vez, mientras que el hermano menor vigilaba que ella colocara bien los pies y las manos entre los barrotes de la reja, el hermano mayor la esperaba para darle la mano y, así, alcanzar el último paso, después de haber logrado el tramo de la pared.
Al llegar arriba, a salvo, ella largó un grito muy fuerte, por la emoción de verse a la par de sus héroes. Y así, pudo disfrutar de la vista ensoñadora, envuelta de techos planos de las otras casas del barrio, desde donde podía divisar y fisgonear a los vecinos. Pasó media hora obnubilada junto a esos dos varones que los creía sus salvadores, sus héroes, sus campeones; ellos, que la cuidaban y querían como a una princesa atrevida, arriesgada y fastidiosa. Volvió en sí cuando oyó el grito de la madre que los llamaba para la merienda.
Su corazón volvió a galopar violentamente cuando se dio cuenta de lo que debía hacer para bajarse de la platabanda. Y ahora faltaba la peor parte… Bajarse de allí, sin rasparse las piernas y sin ser descubierta.