2003
Mis mascotas
Soy la princesa de la casa. Me llamo Amalia y mi nombre en árabe significa «Esperanza», lindo ¿verdad? Pequeña, debilucha, de piel blanca como el pan antes de hornear, ojos negros, vivos y saltones como las vacas, pero consentida por mi papá por ser su preferida, dentro de su harén de hijos de la misma madre.
Para mí la llegada de las vacaciones veraniegas era sinónimo de libertad, para jugar con mis mascotas. Cada mañana el sol resplandece y su luz matutina inunda mi habitación con destellos azules, rosa y lila. Parece que el arcoíris entra por las rendijas de las cortinas. El impulso de la llegada del día, me precipita a salir de la cama y no perderme, ni un segundo, de jugar con todos mis animalitos en el patio de mi casa, que queda en la parte de atrás junto a la cocina y un poquitín más allá, queda el comedor. Todos estos animalitos caminan libremente por el patio de la casa.
Tenemos perros, conejos, morrocoyes, cochinos, pavos, pajaritos y pollitos. Casi todos ellos llegaron a casa a través de los pacientes de mi hermana mayor, la médico, quienes no podían pagarle la consulta con dinero en metálico, lo hacían con pollitos o gallinas, o con un perrito recién nacido, peludito y saltarín, o un cochinito, rosadito y bello. Mis preferidos son los conejos, con sus ojos laterales y saltones que les brinda una vista panorámica y pueden detectar cualquier depredador que se les acerque por cualquier dirección, con sus largos pelos en el morro a modo de antenas detectoras, con sus orejas frágiles por las cuales no se les puede agarrar y su corazón latiendo rapidito; y también me gustan los morrocoyes, parsimoniosos, marroncitos y con manchitas amarillas en las patas, en la cabeza y en el caparazón,; me parece que se toman la vida con mucha calma, mientras, que los conejos son su opuesto.
Yo disfruto mucho con los conejitos de color gris y blanco, con manchitas en las patas, estos bichitos saltarines me olisquean mis manos buscando pedazos de zanahoria dentro de los bolsillos de mi falda; y a los morrocoyes no los puedo cargar por mucho tiempo por lo pesado de sus caparazones, ellos solo quieren su lechuga que yo les dejo a mis pies. Juego con ellos todos los días, desde mediados de julio hasta finales de septiembre. Para mí es un gozo tremendo, espléndido, pasarme las horas con ellos y disfrutar de sus carreras, de sus maneras tan distintas de olisquear y de comer, de moverse inquietos de un lado al otro y, sobre todo, me encanta jugar con ellos al escondite.
Muchas veces, los coloco juntos en una línea, situada en el portón del patio, para que compitan en una carrera, como las de los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, con la diferencia de que yo siempre hago trampa para que los morrocoyes ganen; los coloco a mitad de la carrera, porque como el patio es de concreto, sus extremidades las tienen un poco atrofiadas por la falta de tierra, entonces, con ello tienen ventaja contra los conejos listos y atentos a todo. Cierto es que me daba mucho pesar ver a los morrocoicitos caminar tan lento y no darse cuenta del premio que le espera a la llegada, un pedazo de lechuga crujiente acabada de cosechar y de lavar.
Mis animalitos comenzaron a desaparecer, uno a uno, justo cuando las vacaciones llegaban a su fin. Una sensación de desconsuelo me llenaba el corazón porque esta situación se venía repitiendo casi cada verano, ya desde hace tres años. Se desaparecían sin motivo alguno, los aňos anteriores no me atreví a preguntar a mis padres por ellos, por miedo a saber la verdad, pero este aňo sí lo hice.
— Mami, ¿sabes qué ha pasado con Kiki?
— ¿Quién es Kiki, cariño? Dijo ella con mirada perdida sin dejar de colgar en los tendederos la ropa húmeda recién sacada de la lavadora.
— Es el conejito blanco que me regaló mi madrina cuando cumplí ocho aňos, el blanquito con pinticas negras en las patas.
— No sé mi amor, ¿ya lo buscaste por toda la casa?, seguro que está escondido en alguna parte, o se lo robaron o se escapó.
— Ya lo busqué por todas partes y no lo encuentro, dije yo casi con lágrimas en mis ojos.
— ¿Cuándo llega papi? A lo mejor él sabe algo.
—Como siempre a las 5 pm. Pregúntale a él, seguro que te ayudará a buscarlo. Yo ahora no puedo hacerlo.
Al llegar papá de la oficina, salí corriendo a abrirle la puerta y lanzarme llorosa en sus brazos.
— ¡Papá! Grité desesperadamente
— ¿Qué te pasa mi princesa? ¿Por qué lloras?
— Se ha perdido mi conejito blanco, no lo hallo por ninguna parte. ¿Sabes tú de él? Por favor, dime que sí.
Mi papá y yo pasamos varias horas revolviendo cada rincón del patio, por debajo de las matas de aguacates, de las flores, detrás de los muebles del comedor, en los gabinetes de la cocina, en fin, en todas partes y nunca encontramos a Kiki.
Nunca obtuve respuesta alguna, todas fueron esquivas y sin sentido. La tormenta de recuerdos me aturde los sesos, es como una lluvia de granizos que caen estrepitosamente sobre la madera del piso de la terraza de mi casa y va haciendo huecos en mi cerebro. Huecos que debo llenar con buenos pensamientos, historias lindas, fantasías reales, en fin, todo bien bonito, para poder soportar este sopor que nubla mis sentidos.
Por mi casa pasaron muchos animalitos cuyo destino no me queda claro. No supe qué pasó con ninguno de mis mascotas, todas y cada una fueron desapareciendo por el paso de los aňos. Lo único claro que recuerdo son los platos suculentos que nos presentaba mi madre, cuyos olores a ají dulce, sal y pimienta inundaban el patio nos abría el apetito.
¡Todos esos pobres animales estoy segura de que nos los comimos!