2012

El vecino de la cuadra

El vecino de la cuadra

El señor que vivía al lado de mi casa me daba mucho miedo. Tenía el rostro huesudo, surcado de arrugas y con expresión amarga, era como ver raíces de árboles fuera de la tierra, mustias, sedientas. Se la pasaba todos los días vestido con un abrigo gris como el color del cielo en noviembre, le quedaba grande y le hacía parecer a un saco de papas a punto de acabarse.

Siempre lo veía parado en el último peldaño de la escalera del porche de su casa, mirando sin mirar a lo lejos o quizá a la gente al pasar. Esa mirada era lo que me daba más miedo, era perdida y solitaria, como sin pensamiento, hueca, sin vida.

Mi mamá me decía que no debía sentir miedo de él, que era extraño, pero no malo. Ella me contó que lo había visto jugar al escondite con sus hijas. Mis amigos contaban historias relacionadas a este señor y, entonces, era cuando más miedo sentía, mi estómago se comprimía y me quedaba sin aliento. Ellos me dijeron que ese señor robaba niños y cazaba ratones para alimentarlos cuando no se portaban bien.

Yo cada vez iba sintiendo más miedo y por un tiempo no hubo manera de que pasara por la acera de su casa que era la misma de la mía. Recuerdo que siempre cruzaba la calle en zigzag hasta llegar a la puerta de mi hogar, el último trayecto lo pasaba corriendo con el corazón a punto de estallar en tres mil pedazos, abría la puerta, la cerraba de un portazo, le pasaba los dos cerrojos y me quedaba apoyado en ella y trataba de buscar aire para que mi respiración llegase a su ritmo normal y mi mamá no me viera sudoroso, asustado y tan blanco como un folio sin nada escrito.

Ella se enteraba de que había llegado por el portazo que retumbaba en toda la casa. Desde la cocina me mandaba a lavar las manos antes de sentarme a comer con ella y mis hermanos pequeños.

Pasaron los años y me fui de casa a estudiar a otra ciudad con ese miedo dentro de mi y que ocupó parte del peso polvoriento sobre mis hombros y mis maletas. Creí haberlo hecho añicos y lo descubrí de nuevo el día que fui a visitar a mi madre y a mis hermanos. Me encontré cruzando la calle en zigzag hasta llegar a la puerta y, esta vez fue peor puesto ya no tenía llave para abrir esa puerta que en mi niñez fue mi salvavidas, esa puerta que era mi barrera entre el viejo y yo.

Mi madre me contó que el viejo se fue muriendo poco a poco, de nostalgia y sufrimiento. No pudo soportar la pérdida de sus hijas ni la de su mujer de la misma manera como un árbol no soporta la pérdida de sus raíces. Ahora puedo entender esa mirada de antaño, era como si presintiera la desgracia, como si supiera que su tronco no podría mantenerse seco tanto tiempo. Esa mirada que lo suspendía, lo dejaba lejos y vacío.