2015
La mano de mi madre
Ya el dinero no me alcanza para pagarme un vuelo en clase Business. Voy en un vuelo Londres-Madrid para visitar a mi madre, no sé si será la última vez que la vea. Mis manos tocan las hojas del libro que trato de leer. Acostumbro a leer cuando viajo para perderle el miedo a los aviones y, para serles sincera, casi nunca lo logro. Por eso, también intercalo entre mi lectura el Padre Nuestro y el Ave María. Nada de eso me tranquiliza. Mis ojos danzantes se dan cuenta de algo que quita toda la atención a mi lectura y a mis rezos.
Una mano acaricia una cabeza de cabello corto y negro, quiero adivinar a quién pudiera pertenecer esa cabeza y eso me distrae un poco, pero lo que más me deja alelada son esas manos que se parecen a las de mi madre. Las recuerdo tan nítidas y apacibles como cuando me besaba y me daba las buenas noches con sus abrazos de osa amorosa.
Del lado lógico de mi cerebro se me vienen desvaneciendo los recuerdos, igual que esas manos que acarician, esas las que están dos hileras de asientos adelante de mí y que quieren recordarme los bellos días de mi niñez cuando mi madre me bañaba y me lavaba el cabello con mucho champú. Son escenas que incluyen manos que acariciaron, besaron, untaron con crema mi cuerpo.
Fueron muchos los libretos que aprendí de memoria durante mi carrera de actriz. En mi tiempo de mozuela, fui la arrebatadora de maridos, la dulce por fuera y calculadora por dentro. Me las sabía todas y una más, como diría mi madre: « Que mientras los otros van, ella ya viene de vuelta». Así era yo, la copia inmaculada de los consejos de mi madre. Así pasé muchos años gloriosos siendo reconocida y alabada por mi carácter frío y cruel, a veces, otras, por mi docilidad de damisela recién presentada en sociedad. Y es que tuve muchos papeles que interpretar. Fui la mejor pagada de la televisora nacional y ahora, ya saben, no me queda dinero para pagarme ni un lujo, como el de viajar en Business Class.
Ya no sé qué es lo real y que no, han pasado los años, y con ellos se pierden las manos de mi madre. Tengo miedo de que esta sea la última vez que la abrace. Sí, esa mano que acaricia esa cabeza me devuelve a una realidad que también me da miedo reconocerla, ¿creo? Y recuerdo un libreto en el que soy esa mano que el paso del tiempo ha dejado arrugada.