2015
La mano de mi madre
Desde hace más de cinco años que se conocen, ellos dos viven al lado de mi apartamento, llegaron como dos tórtolos agarrados de la mano, subían con las manos agarradas, tuvieran o no tuvieran bolsas de mercado en ellas o sus carpetas de documentos del trabajo, se veían felices. Los oía llegar como a eso de las seis de la tarde, el sonido de los tacones de los zapatos de ella era inconfundibles, ya los tenía grabados como música de ópera, chirriantes y malévolos, los de él más parsimoniosos, a veces, diría yo, confusos y cansones.
Yo no entiendo como él la sigue soportando, yo siendo él, la mandaría de paseo a su casa natal, adiós por siempre y sin boleto de regreso. Los oigo hablar todos los días, los escucho desde la terraza y siempre la misma cantaleta… Que si me quieres, que si no me quieres, que si no me das razones para creer que me quieres, que si patatín que si patatán. Yo quisiera ser ella para terminar con esta agonía. Imagino que viene un huracán y se los lleva a los dos, no, mejor, que se salve él que yo si lo sabría entender y no le daría tanta lata con el amor, pues yo que si lo quiero así no más, yo si que aceptaría ese amor de él. ¡Ay que pena! Cómo quisiera que supiera de mí. Tendré que idear un plan para que quede como una coincidencia…
Lo vi venir al edificio, los hombros caídos ya me dijeron que algo había sucedido. Bajé de dos en dos los escalones e hice como si me tropezara con la puerta de entrada, allí él volvió en sí, me saludó y me preguntó si me había hecho daño, que él estaba descuidado, pensativo y no se dio cuenta de que había alguien detrás de la puerta. Yo le dije que no, que no había pasado nada, pero me quejé de un supuesto dolor en el hombro. El muy bueno, el pobre, me tomó de la mano y yo sentí que su contacto quemaba mis entrañas por lo que di un respingo y él pensó que me dolía el hombro. Me invitó a pasar a su apartamento y me senté en el sofá de la sala, cabizbaja. Pude ver cómo estaba todo arreglado por unas partes y por otras un alboroto. Le pregunté por su señora y él contestó que se tardaría un poco porque iba al médico. Y yo de curiosa disimulada le pregunté si le pasaba algo y él dijo que no, que era un examen de rutina. Y yo por dentro rogando a Dios que sea un cáncer de esos malignos y la mandé al otro lado para que él me quede para mí solita. Casi que no me da tiempo de cambiar mi rostro de maquiavélica a dolorida. ¡Qué alivio, no se dio cuenta, como hombre al fin!
Charlamos de lo lindo y sin darnos cuenta entró alguien en la sala como una leona y casi que me mata, la muy señora me cayó encima como una loca y casi me deja desnuda, desgarró mis vestiduras. Salí de allí en volandas y con las manos tapando mis partes. Él le gritó a su señora que me dejara en paz, que no pasaba nada entre nosotros, que no fuera tan desconfiada, que yo era la vecina de al lado, que era la viuda de quien muchas veces habían reído y hablado hasta tarde en las noches (eso lo inventó él porque no sé de dónde sacó que yo era viuda). ¡Uhy! Yo salí de allí, tapada y horrorizada a la vez.
Ambos avergonzados salieron en mi búsqueda y yo les tiré la puerta en sus narices. Ahora que se mueran los dos juntos en su propia miseria. Y sigan rumeando en que si se quieren o no, que, si dudan del amor y que si no, que desconfíen de ellos mismos hasta del oxígeno que respiran, que se pudran queriéndose de esa manera. Yo que quería lo mejor para él ahora que se le venga la casa encima porque no va a conseguir a una como yo y, ella que siga así de desconfiada, porque dicen las malas lenguas que la gente es masoquista en el amor y que les da miedo quedarse solos y por eso aguantan hasta el infierno.
Desde mucho tiempo después de esta catástrofe yo mantuve mi terraza cerrada. No quería saber más de ellos, ya el traqueteo de los zapatos no los escuchaba porque me dispuse a olvidarme del episodio y porque también me coloqué tremendos audífonos en mis orejas para no oír ni pío de los muy desconsiderados vecinos. Pero no lo van a creer… Una mosca se posó sobre mi desayuno y al querer espantarla abrí la puerta de la terraza para dejarla ir y lo veo a él de reojo, hecho un ovillo, ojeroso, tembloroso con un cigarrillo en la mano derecha y en la otra una taza de té, mientras hablaba con su amigo, nuestro vecino del lado izquierdo de mi apartamento. Hasta me dio una pena verlo así. Se dio cuenta de que yo lo miraba y me hizo un guiño que yo interpreté como un saludo remendado de perdón. Al cabo de unos segundos me dijo hola y yo le respondí hola también. Me dijo que, si no quería hablar con él, yo dije que no, que no quería ser maltratada nuevamente. Él se puso colorado como una manzana y me confesó que después de aquella pelea en la sala de su casa y de la vergüenza conmigo decidió dejar a la mujercita porque no quería vivir una vida llena de incertidumbres y dudas. Que él sabía que no iba a ser fácil porque él si sabía y sentía que la quería, pero que las dudas de ella lo habían convertido en el que era ahora, pero que confiaba que el tiempo curaría sus heridas y de esta manera quizá conseguiría otro amor que lo aceptara. Y yo muy seria, asintiendo en todo lo que decía, para mis adentros dije: ¡Estaré esperándote!